La pequeña burguesía va al paraíso

El año pasado, cuando me inicié en los vericuetos del mundo docente, una amiga tuvo la gentileza de regalarme para mi cumpleaños un libro de Freire quizás no tan célebre titulado Cartas a quien pretende enseñar. Fiel a la profesión que he sabido conseguir, quise buscar la cita exacta que iba a dar el puntapié inicial, la excusa a esta entrada. Por falta de técnica, ausencia de memoria u oxidación, no la encontré. Pero pasaré a explicarla.
El gran Paulo aconsejaba a los maestros algunas cuestiones puntuales del oficio, en especial acerca de la identidad del sujeto al frente de la clase: aprender a no colocarse en un lugar de superioridad frente a los hijos de la clase obrera, y a no ubicarse en un lugar de inferioridad y/o resentimiento al iniciar un proceso de enseñanzaprendizaje con los hijos de la burguesía.
El lugar en el que actualmente vendo mi fuerza de trabajo es un colegio secundario privado de C.A.B.A., "el mejorcito del barrio", dirían los vecinos que automáticamente califican de wachiturro al guacherío que sale de los establecimientos educativos dependientes de la hoy amarillesca administración estatal citadina.
Cabe mencionar que este no es mi primer coqueteo con Freire. Mi primer flechazo se remonta a la adolescencia, cuando los sábados al mediodía a pesar de cierta (leve) resaca me adentraba por los pasillos de la Villa 20 de Lugano para dar clases de apoyo escolar de lo que venga, sintiéndome por supuesto Evita y el Che Guevara juntos. Una auténtica revolucionaria. Y una auténtica boludota engreída pero del espectro del zurdaje.
¿A qué viene toda esta sarasa personalista? A estar un largo año devanándome los sesos pensando cómo pasar por encima esas evidentísimas contradicciones de clase entre ese otro (mis alumnos hijos de empresarios) y yo (hija de laburantes que ha logrado subirse a un avión gracias a la gigantástica disponibilidad de crédito de la fiesta menemista, culpable de robarle plata al Estado alargando su carrera de grado más de lo previsto debido a un supuesto agotamiento laboral). 
Dos veces por semana comparto el "espacio áulico" con esta (clase de) pequeños. Y a pesar de estas diferencias, materiales e ideológicas, los pibes me caen bien. Cuando empecé a estudiar, quizás producto de esa voluntad pseudosetentista adolescente o de lecturas trasnochadas, decidí tomar a la enseñanza no sólo como un trabajo sino también como una misión. Y de golpe, la realidad. ¿Cómo lograr que estos pibes se emocionen cuando leen la letra de la Internacional? ¿Cómo transmitirles lo emocionante de "A las barricadas"? ¿Cómo lograr que se conmuevan con los poemas de Wilfred Owen, escritos desde el gélido frío de una trinchera? ¿O que se indignen frente al  reparto del mundo?  ¿O que capten la potencia de Plegaria de un labrador de Jara, ese canto heroico a la guerrilla setentista? ¿Cómo hacer para que aunque crezcan y voten al macrismo puedan captar el sufrimiento de obreros, campesinos, soldados? ¿Cómo hacer para que puedan asombrarse frente a la historia? ¿Cómo hacer para que aunque sea por unos escasos minutos me escuchen así les marco algunas cosas generales y después, a leer y mirar fotos señoras y señores?
Esta semana llevé unas imágenes de la Primera Guerra Mundial que han sabido recopilar otros historiantes. La clase duraba unos escasos 40 minutos. Después de mostrarles estas fotos, pasé a contarles cuáles eran los aspectos principales del Tratado de Versalles (firmado entre Alemania y los que lograron derrotarla en la Primera Guerra Mondiale). Charlas por aquí y por allá. Por lo general mantengo la calma y les pido educadamente que por favor mantengan silencio, que hagan 18.000 preguntas pero que me permitan redondear la idea. En un momento, cuando llego al punto de "y se formó una Sociedad de Naciones que fracasó, fue el antecedente directo de la ONU, la idea era resolver conflictos por la vía diplomática en lugar de llegar a la vía armada pero no contaba con el apoyo de Estados Unidos..." hago un paneo general con la mirada y cuento alrededor de 10 mini-conversaciones mientras intentaba aclarar este asunto para no encontrarnos con sorpresas al estilo "la Profe no lo explicó" en la famosa evaluación de fin de trimestre.  Y aparte porque me considero una buena mina más allá de mi labor docente y no quiero que vayan en traje de Adán a escribir los exámenes. Hace poco escuché a la rectora decir algo muy acertado: que los problemas hay que dejarlos de la puerta del colegio para afuera. Pero hete aquí que frente a esta situación, los susodichos me encontraron cual fantasma japonés que usurpa tu cuerpo y de golpe, se vino el estallido: "bueno, a mí ustedes no me toman más de boluda, la verdad, olvídense de la evaluación como habíamos quedado, va a ser mucho más complicada, a mí francamente no me importa, al fin y al cabo, si no entienden los que se joden son ustedes". Silencio total, indignado y absoluto, seguido de una rauda huida de esta corresponsal ya que habíamos llegado al final de la hora. Probablemente no haya sido la mejor forma de abordar el conflicto (ni el de clase ni el de clases, risas). Pero la parte positiva es que a la siguiente vez que nos encontramos, ellos me pidieron disculpas por comportarse como huevones, y yo les pedí disculpas por hablar como una letrina, hablamos de cosas generales del colegio y de la vida durante cinco minutos y nos confesamos mutuo aprecio. 
Y quién sabe, en una de esas, consiga(mos) el resto del año recuperar nuestra capacidad de sorpresa.