Viernes por la tarde en el
colegio judío ortodoxo. Mientras sus compañeros de primer año están abocados a
la escritura de unas producciones, David, levanta la mano y me pide que me
acerque a su banco. David es nuevo en el colegio y llegó con cierta fama de “alumno
conflictivo”, fama ganada dentro del micromundo de la colectividad por
actitudes tan excéntricas como tener dieciséis años, usar camperas de cuero y
haber ido a bailar un par de veces. “Estoy bajoneado”, escribe, inclinando el
cuaderno para que no lo vean sus compañeros. Le preguntó por qué. “Por una
chica”, responde, siempre por escrito. Después: “es mala”, “me dejó por un
compañero del colegio nuevo”, “la conozco desde los diez años”, “estoy destrozado”,
“no se puede enterar nadie”. Nadie. Ni sus compañeros, mucho menos sus
profesores del área religiosa, aceptarían que esté fijándose en chicas en vez
de estar entregado al estudio de la Torá. No me lo dice, pero es algo
implícito: el pibe no puede confiar en nadie de su entorno, está con su corazón
adolescente roto y el único tipo digno de su confianza es el profesor de Lengua
quien, en vez de cagarlo a pedos por sus anécdotas, celebra el ritmo con que
las construye.
Hijo
de una educación laica y de familia atea, me pregunto no menos de dos veces al
mes qué carajo hago laburando en un colegio tan pero tan religioso. Siempre me respondo lo mismo: 1) que sin las
horas del colegio ortodoxo no puedo comer ni pagar el alquiler 2) que tengo curiosidad
antropológica, que me fascina conocer por
dentro algunas particularidades de una comunidad cerradísima. Agrego,
ahora, una tercera respuesta para tranquilizar mi conciencia progresista: porque
lo mejor que puede pasarle a estos pibes es tener profesores que vengan de otro
lado, tipos que además a enseñarles a identificar un predicativo subjetivo, puedan
decirles que es una mierda que una chica te rompa el corazón, que los entienden,
que no están solos y que si no terminan la producción no les digan nada a sus
compañeros y me la entreguen la próxima clase. Pero entregámela, si no querés
que te muela el culo a patadas.
Pero
David me entregó su escrito ese mismo día. En el recreo, me pidió el mail para “contarle
bien lo que me pasa”. Se lo di, por
supuesto. No está mal volver a casa sabiendo que un pendejo de dieciséis años
confía en uno, figura de autoridad que se encarga de evaluarlo. Entre las
tantas cosas gratas de la docencia está el que, a veces, los pibes te meten el
cinismo en el culo. Y eso es mucho, pero mucho en serio.